Partirse la caja, aventarse en el siroco, descajonarse, hacer de lo jocoserio una milicia, mantener la carcajada en ese estrecho istmo de aguas procelosas de mares granujas que une los continentes de lo anodino y lo visionario. Y hacerlo con la enrevesada malicia de sintonizador de embrollos y el simpático vitriolo de un perturbado con buena letra es cosa, negociado y zarzuela de TOM ROBBINS (1932, Blowing Rock, Carolina del Norte). Un escritor que igual evoca escrotos a modo de paracaídas, que filosofa sin sofá sobre las cofradías de insobornables; que igual invita a contemplar el gatuperio de nuestros deseos, que se pone espumoso y olímpico con esos alucinados suplementos de experiencia que nos brindan ciertas pasarelas, ya sean bebedizos fermentados, ya sea el propio chute durillo de nuestro desconcierto.